viernes, 3 de julio de 2009

y todo porque mi cerebro se va de viaje mientras hablo

Mi afición por los carteles empezó a muy temprana edad. Sospecho que se debe a que en mi casa éramos muchos y que, cuando me tocaba el turno para hablar otra vez, lo que tenía para decir ya había perdido vigencia, cuando no gracia. Para colmo, siempre di muchas vueltas para expresar lo que tenía en mente -cuando no me quedaba colgada absolutamente olvidada de lo que estaba hablando- con lo cual, por mayor esfuerzo que hicieran los demás por escucharme, terminaban perdiendo interés y se distraían con cualquier otra cosa que se cruzara. Bueno... cosa vendría a ser, en este caso, charla. O sea: terminaban interrumpiéndome para que la conversación volviera a tomar ritmo.

Una vez que hube detectado este desencuentro con mi audiencia, el tiempo de espera que me otorgaba la ronda pasó a ser fundamental y sumamente preciado. Comencé a usarlo para armar frases que concentraran mi idea y la plasmaran en una reducida cantidad de palabras, de modo que si después surgía otra interrupción, lo mío ya hubiera sido dicho. La concatenación de frases inconclusas, rematadas con finales de chistes jamás introducidos, sólo me hacía reír a mí (a carcajadas, a borbotones) y dejaba a todos mis oyentes con la cara desencajada por la perplejidad. Después venía, sí, el estallido de risas de los demás, pero ya no por mi grandioso chiste; era mi inconexa oratoria la que las provocaba.

Así y todo no aflojé. Todo aquello que me quedaba pendiente de expresión seguía rondando en mi cabeza por días y días, siempre buscando una frase más corta, un efecto más potente, un chiste más afilado. Cuando conseguía cristalizarlo en alguna conformación, para mí, sublime -o al menos ya inmejorable-, me regodeaba con ella un buen rato felicitándome por mi ingenio. Sin embargo, más tarde o más temprano, llegaba el momento en que me lamentaba por no haber tenido la celeridad necesaria para lanzarla durante la charla en lugar de tenerla lista diez días después.

De a poco me fui armando de herramientas para conseguir frases sintéticas que comunicaran mi pensamiento con eficacia y que cortaran un poco mi verborragia divergente e interrumpida. Y los carteles empezaron a salir como consecuencia lógica y única del glosario del que me fui armando. Así, hubo carteles para pedidos de supermercado, para sugerir cómo encontrar el pelapapas después de la limpieza semanal o, simplemente, para continuar un chiste con alguien que no se encontrara presente. Después siguieron los verdaderamente necesarios: esos que dicen lo que para uno es tan obvio que da vergüenza tener que recordarlo.

No sé si son buenos. No sé si son efectivos. Pero sé que la vida sin carteles no sería vida.

Safe Creative #0907034075229

4 comentarios:

  1. Sobre técnicas no hay nada escrito, ja.
    Saludos doña Shiru!

    ResponderEliminar
  2. Sin carteles tendríamos que aprendr a comunicarnos de otra manera. No se, no entiendo... La Boca-Barrancas...

    ResponderEliminar
  3. Don Neto, ¿me está tirando otra idea para libro?
    ¡Gracias!
    Un beso.

    ResponderEliminar
  4. Hola Pablo, bienvenido. Marca usted un buen buen punto ¿Se imagina al chofer del 60 gritando al paso el recorrido del colectivo?
    Saludos.

    ResponderEliminar