martes, 31 de marzo de 2009

la última vez

La pila de platos esperaba desde el fin de semana anterior. Tendríamos visitas internacionales. Era importante preparar algo sofisticado y destacable. Cocinamos durante toda la tarde, y la cena estuvo deliciosa. Las visitas fueron puntuales y cordiales. Charlamos, comimos a gusto y bebimos en exceso. La velada duró hasta la salida del sol y ocupamos el siguiente día en dormir para recuperar energías. Por eso la pila de platos seguía ahí: sucia, inalterada, delatora. Cada sartén evocaba cada preparación que deleitó nuestros ojos y paladares. Cada plato, un comensal de acento divertido. Los postres se llevaron los aplausos: nos llevó dos fuentes y tres ollas prepararlo. Ahora estaban ahí, mezcladas con cucharas y compoteras, esperando ser lavadas. Afortunadamente la tarea de las copas y los vasos ya la había completado el día anterior y sólo restaba guardar lo que estuviera seco. Las máquinas que ayudaron en los procesos fueron limpiadas y colocadas en su lugar una vez utilizadas, por lo que el tedio de su orden era algo también finalizado. Pero aún la pila. Decidí enfrentar la pileta, no sin antes barrer un poco para demorar el momento. Finalmente comencé la preparación, que primero tiene que ser mental: medí cuánto era lo que había que lavar, dispuse los espacios que iba a utilizar, establecí un orden de acción. Agarré el detergente, abrí el agua. Y ahí entró en juego la esponja. ¿Cuántas cuchillas habría lavado ya para que su estado fuera tan deplorable? Me dio pena encontrarla así. Después de todo, es la única que siempre me acompaña cuando la cena concluye, las visitas se despiden y los recuerdos y reflexiones empiezan a aparecer con el agua como único sonido de fondo. Cierto es que el detergente suele estar también. Pero de cuando en cuando es reemplazado por el jabón blanco, cuando no por algún producto más violento que consiga sacar los rastros de comidas calcinadas o de olvidos en el fuego. En cambio la esponja siempre está ahí, humilde, con sus dos caras, acompañando el mano a mano contra pegotes, grasas, aceites. Al tiempo que los platos empezaron a circular por mis manos, comenzaron a aflorar las conversaciones de aquella cena. Los trozos de morrón en el borde de un plato playo me recordaron a Ingrid sacándolos con paciencia y con pericia, destrozando el mechado del carré que tan prolijo nos había quedado. A diferencia de otras situaciones similares, esta vez no me enojó verla concentrada en quitar lo que no le gustara. Después de todo, la nuestra había sido una apuesta arriesgada. Sabíamos que no sería posible conformar a quince personas de diferentes nacionalidades. Se me escapó una sonrisa con el recuerdo. Terminé con su plato, cargué la esponja con más detergente y arremetí con los siguientes. La olla en la que hervimos los cangrejos no fue difícil de limpiar, pero sí de maniobrar. En esta pileta cuesta hacerla entrar para enjuagarla. Acompañé los complicados movimientos con el recuerdo de Josef, fascinado en su primera vez abriendo patas de cangrejo. Era la mirada de un niño cuando descubre que no importa cuánto aceite agregues, siempre queda encima del agua. En ese plato, el tercero de la noche, Thiago nos aconsejó un cambio de preparación, contándonos cómo los cocinan en su pueblo natal. Lo tendremos en cuenta para la próxima vez. Terminé con la olla y noté que la esponja había perdido una parte. Desde su nuevo agujero parecía gritarme que parara. Que mejor siguiéramos más tarde. Que necesitaba secarse y reparar fibras para soportar y sobrevivir a lo que faltaba. Pero el momento para hacerlo era ése. No tenía otro. Rogué que aguantara. Que no me dejara con media pila sin lavar. Sabía que las compoteras donde servimos el postre estarían imposibles: el caramelo se había secado y el pegote de la jalea de moras cubría todo el interior. Preferí sumergirlas en agua y aguardar a que aflojaran los azúcares. Creí escuchar a la esponja respirar aliviada. Aproveché para hacerme un té y explorar mi memoria en busca de alguna de esas conversaciones en las que cada frase tuvo que ser repetida cuatro veces porque siempre había quien no acababa de comprender. El caramelo se diluyó, la esponja colaboró y las compoteras relucieron. Había finalizado mi misión y, con ella, la vida de mi fiel compañera. La escurrí con cuidado, revisé cada corte y cada parte faltante, intenté estimar el tiempo que había estado en mi cocina y finalmente la deposité con respeto en el tacho de la basura. Vendrían muchas más cenas. Muchísimos más invitados. Pero a partir de ese momento mi mano empuñaría otras y nuevas y fieles esponjas.

jueves, 26 de marzo de 2009

dime como te llamas y te inventaré otro nombre

No sé si será porque mi nombre es muy largo o porque tengo cara de "me gusta que me pongan sobrenombres", pero lo cierto es que a través de los años he tenido montones de apodos inventados por mi entorno, casi ninguno relacionado con algún defecto, habilidad ni característica física. De todos ellos hay dos que siempre adoré y que por suerte siguen vigentes.

El primero encuentra su origen en Figuana, la palabra más parecida a mi nombre que consiguió pronunciar uno de mis primos cuando todavía era del tamaño de un escarpín y las consonantes le complicaban la lengua. También yo era chica entonces, por lo que años después me han tenido que explicar de dónde había salido eso de llamarme Figua. Desde esa época la usan con bastante frecuencia mis abuelos, con menos frecuencia mis tías maternas y muy de vez en cuando mi mamá.

El otro va contado por puño y letra electrónica de mi papá, quien tiene los derechos del nombre y la exlclusividad absoluta para llamarme así:
'Tendrías 4 ó 5 años; creo que mezclo las situaciones, pero es más o menos así: estábamos esperando que te atendiera el pediatra (o fue unos días antes) que vos te me acercaste, y en tono de confidencia, con voz bajita y hablándome cerca del oído, me dijiiste que habías aprendido una canción nueva. ¿Te la canto? Bueno te dije. Entonces empezaste a cantar "Yo tengo un elefante..." Me causó mucha ternura el tono con que la cantabas; cantaste bajito y casi al oído. Además la canción me pareció buena; no la conocía. Creo que solía pedirte que me la repitieses. Un día fuimos al pediatra y te preguntó como te llamabas y creo que le dije que te llamabas Silvana Topita, porque cantabas una canción...que el pediatra inmediatamente se puso a cantar. Bueno, desde ahí creo que quedó establecido lo de Topita.'

Pese a que toda mi familia conoce estos nombres, ninguna de mis hermanas osaría llamarme Figua ni mi mamá Topita. Pero no porque lo hayamos propuesto ni porque se haya planteado alguna vez. Sólo resultó que su uso quedó restringido a sus mentores, algo que me resulta tan curioso como genial. Y me encanta descubrir en estos momentos que los dos fueron pronunciados por primera vez con la voz aguda de los niñitos.

Sobrenombres con historia, ¡vengan a mi! (o sea... pasen y cuenten los propios)

martes, 24 de marzo de 2009

Otro modo de decir ¡Nunca Más!

Pese a las críticas que hice al grupo de liberación de libros, aún sigo suscripta a la lista y participando esporádicamente, aunque no volví a las reuniones. Semanas atrás comenzaron a organizar una reunión para hoy, 24 de marzo, aprovechando que una cordobesa del foro vendría para Buenos Aires. No tardó mucho en aparecer el comentario de uno diciendo que no le parecía muy atinado reunirse en una fecha tan nefasta. Ni en surgir las respuestas de quienes le decían que separara los tantos de la historia de los de la actualidad. Entre todas las respuestas, una chica propuso que la reunión fuera temática: que se llevaran libros de escritores desaparecidos o de obras que se quisieron hacer desaparecer durante la dictadura, y que las charlas giraran alrededor de lo que fue esa época y de esos escritores que hoy no están por obra de los militares. En pocas palabras: una reunión por la memoria. De ahí a la liberación temática hubo un solo paso. Y a mí, francamente, la idea me pareció genial.

El mismo día de la propuesta revisé la biblioteca y saqué los libros que tenía almacenados y juntando polvo desde hacía más de diez años. Hoy los registré para liberarlos. Mañana los voy a dejar en el Laboratorio de idiomas de la facultad de Filosofía y Letras. No fui a la marcha, no fui a la reunión temática (aunque sospecho que habrán charlado más de Dexter que de Rodolfo Walsh). Mi granito de arena para desparramar la memoria, la cual considero fundamental para el nunca más, lo voy a aportar liberando el Nunca Más y Botín de Guerra, dos libros-documentos donde todo lo que se cuenta es en primera persona. La otra militancia, a la que creo que debemos sumarnos todos, está en hablar, charlar y discutir. Ya he hablado de eso. Hoy lo reitero porque creo que es vital para no caer nunca más en una época en que la incapacidad de entender al otro cueste una incalculable cantidad de vidas.

lunes, 23 de marzo de 2009

abrigos enfáticos

¿Qué pensarías si leyeras una noticia que dijera esto:
"los vecinos piden, bufanda, que arreglen las veredas para poder circular sin tener que esquivar pozos que llegan a medir, guante, 5 metros de diámetro"?

Bueno, algo parecido me pasó cuando leí "[...]que considere las alternativas de castración que se determinan en la ley y, sobretodo, una amplia discusión moral y religiosa[...]". Que alguien me explique por favor qué hace un sobretodo entre la ley y la discusión moral y religiosa. ¿O es, acaso, que quienes la discutan tendrán que llevar sobretodo como signo distintivo?



Señores periodistas: es cierto que un abrigo es algo importante. Pero no por eso las cosas importantes que quieran ser remarcadas tienen que llevar abrigos.


la leche tiene frío y la abrigaré,
le pondré un sobretodo mío
largo hasta los pies,
yo no sé por qué

Y sí, María Elena(*). Cada vez que leo sobretodo me acuerdo de tu canción. Es que mientras no conocí la palabra, entendí que le ponías un sobre todo tuyo. De papel no habría de ser porque se iba a mojar, ¿no?
bueh... pianté. Me fui por las ramas.

¡Hasta la próxima edición!

(*)Walsh, claro.

miércoles, 18 de marzo de 2009

mirá si te tocaba ser corresponsal en Hawaii

De todas las veces que busqué cómo escribir Hawaii en forma incorrecta, nunca surgió la palabra "Hagüaii". Sí aparecieron los clásicos reemplazos de la H por la J, o la W por la G, como cuando uno escribe en español una palabra inglesa. Pero aun cuando agudicé al máximo mi creatividad, la combinación "üa" no me salió jamás. Y supongo que será porque no existe en nuestro querido castellano y no la vamos a encontrar ni aun leyendo todos los libros alguna vez publicados. O porque mi imaginación no llega tan lejos como la de otros.

Al principio creí que era un error exclusivo del periodista que se había encargado de subir esta noticia. Pero cuando me puse a buscarla en Google dentro del dominio clarin.com (que incluyó todos sus blogs) salieron 69 resultados con la palabra "antigüa". Sumemos los que correspondan a "antigüo" y a sus plurales. Luego expandamos la búsqueda al resto de los sitios. Por último, proyectemos el error a todas las palabras que contienen gua y guo. Ahora sí, detengámonos y no saquemos números.

La foto con su aclaración que alimenta mi blog:

(Y lo peor es que me imagino al periodista apretando la combinación correcta para que salga la diéresis y pensando "ja! ¡ésta me la sé!".)

viernes, 13 de marzo de 2009

errores que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros

Cuando Julio Cortázar escribe "si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros"(*), es claro que lo hace desde el lugar de alguien que ha aprendido, sabe, domina y ama su propio idioma. Y que, desde ese lugar, tiene derecho a (y exquisita gracia para) trastocarlo a su antojo sin parecer torpe.

Cuando uno encuentra a un amigo en la calle y dice emocionado "hace tanto que no nos veíamos" o "hacía mucho que no nos vemos", puede atribuírsele el error verbal al apuro y a la vertiginosidad con que dejó de suceder eso que venía sucediendo (que no se vieran).

Pero cuando vos, periodista infame(**), escribís algo como "estaba en estado vegetativo desde hace 17 [años]", no me provocás el deleite de juegos verbales de Cortázar. Ni lográs que se lo atribuya a la emoción ni a la vertiginosidad de la vida. Más bien hacés que inmediatamente te imagine en tu época escolar despotricando por los ejercicios de castellano al tiempo que le gritás a tu mamá: "¡¡mamáaaaaaaaaaaaa!! ¡¿para qué me hacen hacer esto si no me sirve de nada?! ¡si para cuando sea grande quiero ser periodista!". Pues aquí ves para qué te hacían corresponder tiempos verbales: para que cuando tengas que hablar de una noticia que acaba de situarse en el tiempo pasado, no se te haga una pasta frola en el cerebro. Pensá: o es algo que todavía sucede o es algo que ya pasó. Y si lo vas a publicar en un diario digital que tiene enormes cantidades de lectores, pensalo 10 veces hasta estar seguro.

La prueba del delito, aquí:



Y sí, cuando leo cosas así nos me duele el fondo de los ojos.


(*) "Las babas del diablo", Julio Cortázar.
(**) ok, lo admito, me pasé con lo de infame. Pero me gustó cómo quedaba.

pifiadas periodísticas: la cruzada

Hay días en los que me pregunto cuál de todas las fallas del sistema educativo hizo que ciertos periodistas obtuvieran su título. Y me pregunto también qué clase de diario pedorro los contrata y no les corrige sus faltas de ortografía, dignas de un chico que acaba de terminar el colegio primario.

Inauguro esta sección en la que iré recopilando errores que encuentre en los diarios digitales. Pero no me voy a limitar a la ortografía. Habrá también faltas de criterio, títulos confusos y todo aquello que nos pueda proveer nuestro magnífico universo de periodistas poco calificados.

jueves, 12 de marzo de 2009

OMNI - objeto masticador no identificado

Con cierta frecuencia escucho en el trabajo comentarios o quejas de alguien a quien le desapareció alguna comida o bebida que había dejado en la cocina.

Me tienta sobremanera pegar este cartelito tanto en el exterior como en el interior de la puerta de la heladera.



estimado enano de la heladera:

entiendo que puedas olvidarte sistemáticamente de que en algún horario no planeado te agarrará un hambre feroz y que, una vez más, no te hayas provisto de un yogurt para superar el momento. o que, otra vez, te haya agarrado la noche en la oficina y no te haya sobrado nada del mediodía para suplir la cena.

puedo entender que el hambre atroz haya atacado tus vísceras y no hayas tenido tiempo para abastecerte. o que hayan cerrado todos los negocios de la zona para comprar algo que alimente.

que, para no desfallecer, hayas decidido explorar la heladera y liquidar algún tupper a medio terminar o un yogurcito que alguien dejó para otro día.

lo que no puedo entender es que no tengas el decoro de dejar anotado algo como: "terminé el exceso de almuerzo que alguien se trajo en un tupper azul con tapa transparente. estaba rico". o: "me clavé un yogurcito dietético de fresas que se encontraba en la heladera. estaba vencido".

tampoco puedo entender que olvides reponer lo que te tragoneaste.

sé bueno: dejá de atacar alimentos ajenos. hoy comemos milanesa y yogursito. mañana, quién dice, pasan a gustarnos los enanitos.

saludos,
tus compañeros.

martes, 10 de marzo de 2009

conversaciones truncas

Muchas veces escuché que la falta de actividad y compromiso político de mi generación es una de las consecuencias indirectas de la última dictadura militar; que nos quedó un reflejo del "no te metás", tan arraigado en muchos de la generación anterior que supieron de las consecuencias que sufrieron otros muchos de los que sí se metieron.

Tengo la sensación de que el fanatismo exacerbado con el que se planteó la política en esos años, y que llegó a nuestros oídos de forma directa o indirecta, aportó el resto.

Pareciera haber quedado la sensación general de que una discusión trae consecuencias dramáticas, si no nefastas. Y pareciera existir la falsa ilusión de que su único propósito es poner de acuerdo a las personas y unificar criterios; de tener que cambiar el parecer de los demás; de obligarnos a sostener nuestra postura porque, de lo contrario, estamos dejando que nos llenen la cabeza con ideas ajenas a las nuestras (como si nuestras propias ideas no nos hubieran sido ajenas alguna vez).

Hoy encuentro que tratar de armar una discusión sobre determinados temas se convierte en una misión faraónica. Con el pretexto de que nunca nos vamos a poner de acuerdo, las conversaciones quedan truncas. Hay veces en las que, incluso, el solo hecho de que alguien emita una opinión lleva a que otro se ofenda y salga a defenderse. Como si la mera enunciación de una opinión estuviera tratando de cambiarlo (¿sentirán algunos que se les destruye lo que consiguieron construir?)

Para mi gusto, discutir construye. Y ME construye, porque me enriquece. Me enriquece porque conozco otras miradas. Y porque mirando y escuchando aprendo. Y aprendo no sólo de otras realidades, sino que aprendo a expresarme para conseguir transmitir lo que creo, lo que siento, lo que pienso, lo que me gusta y lo que me gustaría.

Sin temor a sentirme una veleta creo que si durante una conversación alguien esgrime argumentos razonables, sensatos, lógicos y que llevan a mostrarme que mi postura es errónea, o que hay otras tan válidas como la mía, no encuentro razón alguna para no cambiar de parecer. Y si no consiguiera ver en los argumentos de los demás todas estas condiciones, igual me va a haber servido discutir porque voy a haber conocido más al otro, voy a haber conocido un mundo más amplio que mi realidad, voy a haber visto más allá de mis narices y de mi entorno y me va a haber aportado sensibilidad y criterio. Y con criterio y sensibilidad vamos a poder armar un mundo más sólido y más justo.

Tengo la certeza de que nunca vamos a dejar de estar en un raviol porque nunca vamos a conocer absolutamente todas las realidades. Pero discutir nos hace pasar a un raviol con un ambiente más. ¡Y yo quiero llegar a tener un palacio de ricota y nuez!