sábado, 3 de abril de 2010

dulce y casero

Desde que unos estudios revelaron restos de esponja y virulana en nuestros estómagos, empezamos a tomarnos el asunto de los alimentos orgánicos con mayor seriedad. Si bien hasta el momento considerábamos que eso de pagar más por productos deformes y mal coloreados era una ingeniosa estafa para los habitantes de la ciudad, alejados desde hace mucho del arte de la labranza y el cultivo, decidimos hacer oídos sordos a nuestros prejuicios y a hacer uso de productos de granjas y huertas naturistas.
Claramente, la decisión vino acompañada por otra: la de frenar el ritmo de pedido de comida a domicilio y empezar a cocinar en casa. Con seguridad eso nos llevaría a una dieta con ingredientes controlados, aunque temíamos correr el riesgo de un desbalanceo nutricional interesante, justo lo que, dicen, se requiere para estar saludables y bien alimentados. Pero no nos amedrentamos: consultamos a varios especialistas y armamos la lista de lo que deberíamos comer periódicamente. Fue así que supimos lo que es comprar lentejas, garbanzos, zanahorias, calabazas, berros, puerros, apios, porotos y acelgas, entre muchísimas otras cosas, y a hacer uso de la cacerola y la olla a presión. Que la cocina se llenara de vapores y de aromas la casa fue un proceso encantador que disfrutamos con sorpresa y alegría.
El bife con ensalada y los pucheros ordinarios dieron paso a platos más sofisticados que fueron requiriendo de nosotros habilidades que habían sido olvidadas en botones y teclados. Con el reclamo (y el gusto) de quien se sabe descartado y luego necesitado, una a una fueron regresando a nuestras destrezas cotidianas.
Con habilidades e ingredientes en nuestro poder, el siguiente paso fue abandonar los fideos secos y empezar a amasar los frescos propios. Nunca habíamos comprado un paquete de harina y, de golpe, la alacena nos la mostraba de a montones con diversidad de ceros, prolijamente apilados y espolvoreados por su contenido. Entre sentirnos dentro de un programa de cocina o dentro de una casa de inmigrantes italianos de mediados del siglo XX, elegimos la última opción y pusimos manos a la obra. Con harina hasta en la nariz amasamos y dimos forma a spaghettis, fetucinis, agnolotis y hasta ravioles. Los ñoquis de papa, por supuesto, no se hicieron esperar.
Poco a poco desapareció también de los tickets de supermercado el pan y cualquier producto de panadería. Con horno suficientemente potente y un madrugón importante, la mañana arranca con panes recién cocinados, listos para ser acompañados por dulces caseros de frutas orgánicas, libres de pesticidas y agroquímicos. Y la tarde, en sintonía con la casa, nos propone siempre algún scon o bizcocho con el que acompañar un mate.

La satisfacción de sabernos capaces de producir alimentos deliciosos con nuestras propias manos nos envalentonó para seguir adelante planteándonos nuevas metas. Y justamente en eso estoy. Ahora me levanto unas horas más temprano y, cuando el pan ya está crocante y con su miga mullida listo para ser desayunado, y el sol apenas se muestra en las ventanas de los edificios más altos, me pongo la campera de media estación y salgo a recorrer jardines y balcones en donde abunden las flores. Allí libro mi batalla diaria con colibríes, mariposas y abejas, en la que se imponen mi dedo prénsil y mi tamaño de humano. Definida la contienda y decididos los espacios, libo flores con pies y manos, consiguiendo acaparar la mayor cantidad de polen disponible en el espacio. En los últimos meses he acumulado unos cuantos frascos, que los enseño con argullo como trofeos por mi maña y por mi fuerza, vencedoras ambas de siglos de evolución de insectos especializados.
Lo que me falta y aún no consigo encontrar es quien me dé una receta para fabricar con ellos nuestra miel casera, último eslabón de nuestra soberbia cadena alimenticia.

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