jueves, 24 de septiembre de 2009

poetas necrológicos

Existe en el mundo un particular y distribuido grupo de poetas cursis que comparte, además de la poesía, la afición por leer las necrológicas de todos los diarios del mundo en busca de decesos de renombrados escritores y que profesa, por sobre todas las cosas, el anonimato de sus integrantes. Este equipo, de procedencia incierta, lleva el nombre de poetas necrológicos.

El heterogéneo conjunto produce, año a año, miles y miles de poemas combinables con puestas de sol en el mar y gotas de rocío sobre capullos de rosas musicalizables con melodías new age, y guarda su producto en alcancías de barro estratégicamente colocadas dentro de los placares de sus casas. La consigna iniciática de la logia fue que sus nombres jamás fueran asociados a aquello que escriben, aportando desinteresadamente su sensibilidad al mundo.

Bueno, lo de desinteresadamente está por verse, ya que sus poemas llevan la firma de escritores como Jorge Luis Borges, Mario Benedetti, y todo aquel buen poeta que tenga o haya tenido el mal tino de abandonar este mundo dejando su buen nombre completamente desamparado (y vacante). Es que en cuanto un reconocido poeta pasa a mejor vida convocan a un concilio donde deciden cuáles obras, de las tantas almacenadas en sus casas, publicarán en la web firmadas por el difunto escritor, generando allí un nuevo foco de ignorancia general.

De la existencia de este grupo no tendríamos noticias si no fuera por una inmensa masa humana que, desconociendo la real obra de los autores utilizados para la difusión de estos poemas románticos y moralejoides, al leer tanto consejo y cielo rojizo lagrimean emocionados y envían a todos sus contactos la obra tan culta (por la firma, por supuesto) que acaban de descubrir. O la publican en sus blogs.

Respecto a esto último me gustaría citar un ejemplo que podría ser titulado como "quiero que en mi blog siga apareciendo Borges", o bien "si esto no es Borges, es una porquería. Y no quiero que mi blog tenga porquerías". O bien el título que se les presente para la situación que voy a describir.

Navegando y navegando por blogs, costumbre que está consumiéndome la vida, me topé el otro día con uno de estos casos: un poema de autoayuda que quieren hacer pasar por un auténtico Borges. Cualquier persona que haya leído en su vida al menos cinco poemas de Borges puede distinguir después del primer verso que el poema, claramente, no es suyo. Fiel a mi inseguridad, y antes de dejar ningún comentario, revisé las obras completas por si acaso apareciera allí un poema con el título y texto del que estaba viendo publicado (en cuyo caso, para mi gusto, Borges dejaría de pertenecer a los escritores de culto). Una vez que hube revisado todo y no hube encontrado el mencionado poema, ahí sí, me digné a dejar un comentario. La respuesta de la autora fue genial: me contestó que, como el poema lo encontró en la web, cree que me cree más a mí que al sitio de donde lo obtuvo, por lo cual agregó un comentario poniendo en duda la autoría pero dejando Borges tanto en el título como en el pie del post. Ahora... si el poema le gusta y lo quiere publicar, ¿qué diferencia hay si lo firma Borges o no? ¿No se puede poner "anónimo" y ya? ¿Si quiere poner uno de Borges, por qué no elige uno que sí sea suyo? A ver si me ayudan a aclarar el panorama, porque me surgen más preguntas de las que tengo ganas de escribir.

En cualquiera de los casos, es evidente que estos anónimos poetas han matado dos pájaros de un tiro: difundir sus escritos por todo el mundo y que citen a excelentes autores aquellos que jamás abrieron uno de sus libros.

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jueves, 10 de septiembre de 2009

escoba nueva barre mejor

Si no me equivoco, esto fue antes de ayer. En mi visita quincenal al supermercado acabé estupefacta frente a la góndola de limpieza. Así arrancamos. No sé si ustedes pasan con frecuencia por ese sector. A mí me divierte mucho ver qué nuevos productos han salido al mercado y, lo que es más importante, qué argumento eligen los publicistas para convencernos de que eso que su empresa ha desarrollado es justamente lo que estábamos esperando para sacar (¡sin rayar!) esa mancha que nos tenía como locas o para blanquear la ropa con la que nuestros hijos juegan en el barro. Pues bien, ahí me encontraba, revolviendo, husmeando, leyendo las etiquetas, cuando me crucé con algo que me costó horrores comprender. El cartel de venta decía "moderna escoba autoavanzante" (y un precio de tres cifras).

El objeto en cuestión era un manojo de pies, todos ellos calzados con unas suaves y mullidas pantuflas de diversos diseños, amarrados por lo que vendría a ser el extremo superior de la pantorrilla. Empecé a caminar en semicírculos, de puro asombro, sin quitarles la vista de encima. Me acerqué, las toqué, las sacudí. Ninguna reacción. ¿Por qué modernas? ¿Por qué autoavanzantes? ¿Por qué escobas? No pretenderán que barra con esto...

La gente iba y venía sin prestar demasiada atención. Algo que no puedo entender es la falta de curiosidad en tantas personas. Que exista uno que no sea muy curioso, vaya y pase. Pero que ningún otro se detuviera a mirar eso, era imcomprensible. Resultaba evidente que se trataba de un producto tan nuevo como asombroso, por lo tanto su falta de atención no podía deberse a que lo consideraran habitual o rayando lo vulgar.

Un buen rato me quedé rondando la zona con disimulo. Una señora se puso a manosear las bolsas de jabón en polvo que se encontraban en los estantes que me tenían capturada. Manoseo innecesario, para variar. De eso está lleno en los supermercados, y así es como me comporto también yo cuando los visito. El asunto es que de tanto toquetear, girar, seleccionar, uno de los paquetes se enganchó con el borde metálico de la góndola desgarrando su envoltorio y se desató una fiesta de derrame de jabón mientras la mujer, avergonzada, intentaba reacomodarlo para evitar el desparramo. Por su parte los pies, activados por el desorden y la suciedad, pusieron manos a la obra: reproduciendo el automático gesto que realizamos cuando queremos esparcir un pequeño montículo de tierra -ese arrastrar el pie por un recorrido de 45 grados con eje en el talón- cada uno fue desplazando lo que le había quedado en derredor, dejándoselo al pie vecino. Éste, a su vez, se comportó de igual modo, hasta que el polvo fue llegando al pie más extremo y la suciedad fue quedando fuera del alcance de la escoba. Durante cinco minutos, y hasta que no quedó un grano de jabón en su zona, coordinaron sacudidas, arrastradas y desparramos. Satisfechas de haber finalizado su tarea, y en una posición diferente a la que las había descubierto una hora antes, quedaron quietas. A excepción de una de ellas. Como ésta no se encontraba correctamente colgada (¿habré sido yo?), y como algunos de los pies cumplían su función de perseguir la suciedad que, una vez expulsada del lugar original, quedaba en las orillas, siguió avanzando hacia el borde de la estantería, barriendo los restos de jabón que encontraba a su paso. Supe que perseguía el objetivo de dejar brillantes y pulcros todos los pisos del universo. Pero el estante se terminó y la escoba cayó al suelo, quedando horizontalmente batientes por unos segundos los piecitos pantuflados. Con torpeza levanté la escoba y la colgué del gancho, junto a las demás. Ahí noté que ese lugar estaba obsesivamente limpio y lustroso. Imaginé que quedaran así los pisos de mi casa. Tal vez valga la pena la inversión.

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