miércoles, 22 de julio de 2009

de regalo este mes

y como una contribución a la comunidad y sus lugares de trabajo, presento y obsequio el cartel con que anuncié la apertura de la biblioteca que armé en mi oficina. No es (por)que haya fracasado; más bien me gustaría que sirva de pólvora para que lo exploten donde gusten y que el intercambio de literatura brote por los escritorios.

Si lo usan, ¿me cuentan? Me encantará saber de las andanzas del cartel.



¿Estás harto de ver siempre las mismas caras cada mañana camino al trabajo? ¿Ya sabés de memoria el orden en que se maquilla la señora que se sube con el portacosméticos en la mano dos estaciones después que vos? ¿Tu playlist te aburrió o te olvidaste de renovarlo? ¿Tu mp3player te abandonó en el primer tramo de recorrido? ¿Quisieras tener un librito a mano para amenizar el tiempo de viaje pero...
...lo último que te proveyó tu biblioteca fue "Pulgarcito"?
...los libros nuevos te resultan muy caros?
...te cuesta elegir cuál comprar de los miles de títulos que ofrece una librería?
...te gustaría la opinión de alguien conocido antes de sumergirte en una historia desconocida?
...etcétera?

Pues bien, las caras del subte no te las podemos cambiar; tampoco elegir a quienes viajen con vos. Del teletransportador... bueno, todavía ni noticias, así que el viaje hasta acá vas a tener que seguir bancándotelo. ¡Pero no te desanimes! Te presentamos una propuesta para que el viaje sea menos bodriazo: una biblioteca colectiva, la Biblioteca Comunitaria. ¿Que de qué se trata? De que cada quien que tenga ganas se traiga algún libro que tenga juntando moho en el estante del baño y lo comparta con los demás. O sea, sería una biblioteca por y para nosotros. ¡Por fin encontrarán un lugar esos libros que te regalaron y no te animaste a cambiar, pero mucho menos a leer!

Por ahora se nos ocurrieron dos modalidades:
- que traigas físicamente tu libro, procurando dejarle una marca identificatoria. El libro irá y vendrá (la idea es que SIEMPRE vuelva) a medida que lo pidan. Si te arrepentís y lo querés de nuevo en tu biblioteca en su hábitat de bichos bolita, te lo llevás.
- que traigas la lista de los libros que prestarías y los traés recién cuando algún interesado lo solicita. Una vez que lo termina, te lo devuelve y te lo llevás a tu casa o bien elegís que pase a ser un ejemplar del punto anterior.

Claro que habría una administración de libros y de lectores, para que la biblioteca no se esfume, metafóricamente hablando.
Ya habrá aviso de cómo y dónde lo vamos a implementar y de quién será el responsable. Por ahora te presentamos el proyecto para que vayas agregando esta idea en tu cabeza y nos cuentes tu opinión y todas las alternativas que se te ocurran.

Safe Creative #0907204142294

lunes, 20 de julio de 2009

el ojo de tu hermano, el tuyo y el del ajeno

Es que se nos fue de madre el tema, che. Los periodistas siguen y siguen pifiándola y el ejército corrector crece cada vez más. Como esta pobre golondrina no podría soportar tantas vigas en su lomo, decidí abrir un nuevo blog donde publicar exclusivamente los errores que se ven en los diarios y así no ahogar a este motor con tantas fallas ajenas. El nuevo blog para sus feeds: http://lavigaenelojoajeno.blogspot.com. Espero verlos por allí.

Safe Creative #0907204142461

domingo, 19 de julio de 2009

búsqueda vigente

¿Se acuerdan de la publicidad de Nesquik, ésa en la que el conejo se hamacaba en una gran 'U'? La primera vez que la vi sentí que Nestlé me había escuchado y que me estaba hablando exclusiva y directamente a mí. Hacía un tiempo ya que me venía obsesionando el deseo de tocar las letras. Quería saber qué textura tenían, cómo era su forma original, qué se sentía al ponerles los dedos encima; pero no sobre esas ficticias que salían en los diarios y en las revistas, ni sobre esas que conseguía escribir yo con lapiceras, marcadores o crayones. Para ese momento, pese a que era pequeñita, ya tenía bien claro que no eran más que tinta sobre papel y que nada tenían que ver con las que buscaba. ¡Yo quería tocar una letra de verdad! Así que cuando vi aparecer a ese conejo lleno de orejas y loco de contento balanceándose sobre esa gran U, escuché claramente lo que me decían: que las letras de verdad existían y que para poder agarrarlas sólo tenía que encontrarlas.

En una excursión de la escuela primaria al Regimiento de Patricios en Campo de Mayo (excursión curiosa si las hay), las encontré. Acabábamos de ver la película de Dumbo (a mí no me miren... que se los explique otro), la visita llegaba a su fin y nos dirigíamos a lo que, supongo, sería la entrada. Ahí fue cuando me topé de golpe con una de esas carteleras con fondo de felpa negro y con renglones marcados por hendiduras en las que se enganchan las patitas de unas simpáticas letras blancas. ¡Las había encontrado! ¡Y estaban al alcance de mi mano!

Ése es el último recuerdo que tengo antes de ver todas las letras desparramadas por el piso y a la maestra, desencajada, sacándonos del hall del edificio. 'Sacándonos', y no 'sacándome', porque, en cuanto empecé el despelote, los demás se fueron sumando, aunque no sé en qué momento. El asunto es que entre todos desvalijamos los anuncios que en esa cartelera se informaban.

Tengo muy presente la sensación de volver en mí en el momento en que escuché el primer grito de la maestra, y de ver recién entonces lo que había hecho. Después sentí un poquito de pena cuando un muchacho, con ese sombrero emplumado que tienen los Patricios, se acercó a calmar a la maestra y decirle que no se hiciera problema, que él arreglaría el asunto, mientras nos echaba unas miradas acusadoras.

El hecho de no recordar en absoluto qué sentí finalmente en mi encuentro cara a cara con las letras me asegura que fue un momento de conmoción. Pero no puedo descifrar de qué tipo, aunque se me ocurren dos posibilidades: que habré quedado en un estado de éxtasis embriagador, y por eso quise agarrarlas a todas y cada una de ellas; o que habré quedado en un estado de frustración extrema, y por eso las fui tirando una vez que estuvieron en mis manos.

Tiempo más tarde entendí que en aquella ocasión sólo había agarrado letras de plástico. Y recomenzó mi búsqueda por las reales. Porque sé que existen: me lo contó un conejito.


Entre nosotros, y no le cuenten a nadie, tengo el levísimo recuerdo de que alguna de las letras blancas de plástico quedó en un bolsillito de mi delantal :).

Safe Creative #0907204142256

viernes, 10 de julio de 2009

somos un ejército...

...oculto en la tiniebla y en el anonimato, desagrupados y desconocidos hasta entre nosotros, pero un ejército al fin.
¡Gracias, Omar!



Como Omar, tú también puedes eduzar al soberano. Únetenos.

Safe Creative #0907104113349

miércoles, 8 de julio de 2009

yo también quiero calentar pantuflas

Si hay algo que no me van a poder sacar de la memoria son los recuerdos de los días de primario en que me enfermaba y me tenía que quedar en mi casa. Eran días de disfrute a tiempo completo que se desarrollaban en varios actos, con ingresos y salidas de escena casi cronometrados.

La obra comenzaba conmigo denunciando algún malestar que justificara ausencia a clase justo en el momento en que mi mamá trataba de sacarme de entre las sábanas. La toma de temperatura y el interrogatorio materno sobre síntomas ya valían oro porque me aseguraban, por algunos minutos, no tener que salir de la cama a esas horas de madrugada y con el frío helado del invierno de aquellos años. El veredicto que resultaba en visto bueno para quedarme en cama era un boleto directo al Paraíso.

La escena seguía con ver y oír a mis hermanas salir al colegio dejando, al cerrar la puerta de calle, un silencio tan vasto que hacía de la habitación un lugar irreconocible. Por un rato me quedaba luchando contra el sueño para seguir disfrutando de ese nuevo espacio y de esa ausencia de sonidos. Hasta que el sueño ganaba, sin ninguna duda y con mucha menos pena.

Subía el telón nuevamente a eso de las diez de la mañana con el ingreso de mi mamá que me traía una leche caliente. En el ratito que me llevaba desayunar, ella me hacía cambiar de cama para hacer la mía primero y luego seguir con las demás. Ésa, y no otra, era la mejor escena de la obra. Era saberme en casa un día de semana. Era ver a mi mamá acondicionando la pieza. Era volver a meterme en la cama recién tendida. Era disfrutar la leche caliente con azúcar. Era ver y sentir el particular sol de invierno que entraba por la ventana. Y era saber que esa situación se repetía casi como un ritual cada vez que me enfermaba.

Cuando mi mamá se iba de la pieza yo volvía a dormirme hasta el mediodía, momento en que me traía la sopa a la cama. El resto del día, perdón, de la obra, era ya una sucesión de dormir y despertar hasta la llegada de mis hermanas un rato antes de la caída del sol. Las recibía en déshabillé, sintiendo, tal vez, lo mismo que siente alguna figura de la nobleza cuando recibe a sus invitados en su palacio vistiendo sus mejores atuendos.

Fin de la obra y baja el telón porque ahí se me terminan los recuerdos particulares. Supongo que jugaríamos como cualquier día después del colegio, haríamos la tarea, nos organizaríamos para bañarnos y cenaríamos antes de regresar a la cama.

Todo esto era hermoso en sí y era hermoso, además, por un motivo especial, un motivo ajeno al sabor de la leche, a la sensación de cama recién tendida y al calor del sol en la habitación: sucedía pocas veces. Y por eso lo vivía como si fuera un cuento de hadas.

Entonces, cuando agito la bandera de "quince días en casita para todos con la excusa de la emergencia sanitaria", no me vengan con eso del bodriazo de quedarse encerrado, de lo horripilante que resulta trabajar desde la casa y de las desventajas provocadas por la falta de sociabilización, sin contar los inconvenientes que nos puede acarrear el letargo más absoluto. No me vengan con que después del cuarto día de mirar series sin parar buscarían suicidarse cortándose las venas con migas de alfajor. No propongo encierro eterno ni trabajo a distancia para siempre. Propongo quince días diferentes, en piyama y con pantuflas. Como cuando nos enfermábamos de chicos y nos quedábamos guardados. Sólo que ahora la casa y la compañía son otras y nuestro estado completamente saludable, por lo cual podríamos saborear una leche caliente con azúcar y disfrutar todo el sol de la mañana que entra en la casa. Si conseguimos no dormirnos, claro.

Safe Creative #0907084101442

viernes, 3 de julio de 2009

y todo porque mi cerebro se va de viaje mientras hablo

Mi afición por los carteles empezó a muy temprana edad. Sospecho que se debe a que en mi casa éramos muchos y que, cuando me tocaba el turno para hablar otra vez, lo que tenía para decir ya había perdido vigencia, cuando no gracia. Para colmo, siempre di muchas vueltas para expresar lo que tenía en mente -cuando no me quedaba colgada absolutamente olvidada de lo que estaba hablando- con lo cual, por mayor esfuerzo que hicieran los demás por escucharme, terminaban perdiendo interés y se distraían con cualquier otra cosa que se cruzara. Bueno... cosa vendría a ser, en este caso, charla. O sea: terminaban interrumpiéndome para que la conversación volviera a tomar ritmo.

Una vez que hube detectado este desencuentro con mi audiencia, el tiempo de espera que me otorgaba la ronda pasó a ser fundamental y sumamente preciado. Comencé a usarlo para armar frases que concentraran mi idea y la plasmaran en una reducida cantidad de palabras, de modo que si después surgía otra interrupción, lo mío ya hubiera sido dicho. La concatenación de frases inconclusas, rematadas con finales de chistes jamás introducidos, sólo me hacía reír a mí (a carcajadas, a borbotones) y dejaba a todos mis oyentes con la cara desencajada por la perplejidad. Después venía, sí, el estallido de risas de los demás, pero ya no por mi grandioso chiste; era mi inconexa oratoria la que las provocaba.

Así y todo no aflojé. Todo aquello que me quedaba pendiente de expresión seguía rondando en mi cabeza por días y días, siempre buscando una frase más corta, un efecto más potente, un chiste más afilado. Cuando conseguía cristalizarlo en alguna conformación, para mí, sublime -o al menos ya inmejorable-, me regodeaba con ella un buen rato felicitándome por mi ingenio. Sin embargo, más tarde o más temprano, llegaba el momento en que me lamentaba por no haber tenido la celeridad necesaria para lanzarla durante la charla en lugar de tenerla lista diez días después.

De a poco me fui armando de herramientas para conseguir frases sintéticas que comunicaran mi pensamiento con eficacia y que cortaran un poco mi verborragia divergente e interrumpida. Y los carteles empezaron a salir como consecuencia lógica y única del glosario del que me fui armando. Así, hubo carteles para pedidos de supermercado, para sugerir cómo encontrar el pelapapas después de la limpieza semanal o, simplemente, para continuar un chiste con alguien que no se encontrara presente. Después siguieron los verdaderamente necesarios: esos que dicen lo que para uno es tan obvio que da vergüenza tener que recordarlo.

No sé si son buenos. No sé si son efectivos. Pero sé que la vida sin carteles no sería vida.

Safe Creative #0907034075229