miércoles, 8 de abril de 2009

para qué sirven los recuerdos

Enfrentar la puerta de salida sabiendo que te espera una jornada con mochila a cuestas, horas y horas de caminata y montones de lugares nuevos por descubrir es sencillamente magnífico. Pero cuando al plan de paseo le agregamos que no hay ninguna certeza de baño público por el camino, una especie de miedo te invade y demorás la salida en reiterados, innecesarios e infructuosos ingresos al baño. No importa que se esconda el sol por la demora, ni que los patos se oculten ni que los museos cierren. No vas a querer estar con el cerebro obstruido por la necesidad y sin ningún toilette a la vista.

Madrid y Barcelona, además de tanto verde y lugares de descanso, nos dieron serenidad respecto a nuestras urgencias. Siempre encontraríamos un baño público en medio de la calle, o un local de venta de comida que nos dejaría usar los suyos sin peros ni quejas, o, cómo no, un Corte Inglés a la orden.

Mi problema comenzó en Londres. Allí, por lo visto, no existe ninguna obligatoriedad para los negocios de comida de tener baño para sus clientes. Ninguna. De hecho, en uno me mandaron al baño del negocio vecino, el cual, evidentemente, tendría un arreglo con ellos para evacuarles la clientela. Al tercer día de recorrer sus calles ya teníamos claro que para esas situaciones debíamos meternos en algún local de alguna cadena norteamericana. Así, los baños de starbucks y mc donalds eran un gracioso muestrario del turismo londinense.

La situación mejoró en Berlín, donde los WC abundaban, aunque en muchos de ellos debíamos pagar una tarifa que variaba sensiblemente entre uno y otro. Las búsquedas no consistían ya en un baño, sino en uno gratuito. Otra vez el ir y venir por calles y avenidas con la vista en un único objetivo que no se dejaba encontrar. Lentamente nos fuimos acostumbrando a la mecánica y a largar monedas, máxime cuando empezamos a notar que la pulcritud con que los mantenían hacía que valiera la pena que desdentáramos al cocodrilo.

En algún momento entre descubrir los baños arancelados y nuestra aceptación de su privatización, yo empecé a querer ir al baño cada dos por tres, incluso cuando estábamos recién a dos cuadras de donde nos hospedábamos. Esta cretina obsesión fue llegando calladita y sin hacerse ver. Pero se hizo evidente cuando la necesidad surgía al poner la mano en el picaporte de la puerta de salida. Era absurdo, era una niñería: "mamá, quiero pis" a dos cuadras de la casa. Me remonté a mi infancia y empecé a recordar la cantidad de veces en las que caminábamos por horas con mi mamá por la calle. ¿Cuántas veces me habrá dicho 'bancame acá que no aguanto más'? Yo no recuerdo ninguna. Consideré entonces que si ya tengo casi la edad que tenía mi mamá cuando me hacía trotar por toda Buenos Aires y ella podía esperar a llegar a casa, ¿por qué no podría yo esperar al almuerzo o a la llegada al hotel? Santo remedio. Mi cerebro enunció un gualicho y la obsesión se fue de patitas a la calle sin volver a molestar por el resto del viaje.

Resultado:
Londres 0 - mi mami 1

Ah, por otra parte: el cocodrilo ahora come puré. Se aceptan donaciones para una nueva dentadura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario