miércoles, 29 de abril de 2009

profesión en época de home theatres

Cada vez que sumo un electrodoméstico a mi casa hago el ejercicio mental de imaginar por cuántos rebuscados y perversos motivos podrá dejar de funcionar en el momento menos oportuno. Sé que es un poco pesimista, pero dado que tarde o temprano acaban por descomponerse y uno se ve en la necesidad de salir a buscar quién sepa repararlos, creo que es conveniente estar mentalizada de sus potenciales imprevistos desde el comienzo.

Cuando acustizamos la habitación de cine jamás se me ocurrió que también terminaría necesitando un técnico para que limpiara esas planchas de gomaespuma con las que recubrimos las paredes. Las colocamos, básicamente, para no molestar a los vecinos con los estruendos de las películas de guerra que nos gusta ver. Pero no es cuestión de echarles culpa ahora. Después de todo, se supone que también mejora el sonido para quienes estamos dentro.

Sucedió que un día, después de tres horas de tiros y explosiones, notamos que la habitación estaba sensiblemente más pequeña, pero atribuimos esta percepción al cansancio visual que experimentábamos después de tanto tiempo mirando una pantalla. Sin embargo, semanas después y luego de muchas más horas de cine y música, descubrimos que parte de un parlante estaba atrapado por la espuma silenciadora. Fue en ese momento que nos pusimos a investigar. Y fue así como nos enteramos de ellos, de los deshollinadores de sonidos. No entiendo por qué la parte de hollín, pero se me antoja que han de haber querido resucitar una palabra tan bonita que va muriendo según desaparecen las chimeneas (y los inviernos).

Vinieron un sábado a la mañana. Traían trajes mullidos y unos protectores auditivos inmensos. Me habían recomendado, como precaución, que envolviera todos los objetos frágiles con papel y que cubriera todos los vidrios con paneles de burbujas de aire, esos que se usan para embalar cosas delicadas. Así lo hice, y para cuando ellos llegaron toda la casa estaba amortiguada. Como elegí permanecer mientras hacían su trabajo, me obligaron a colocarme uno de esos auriculares gigantescos y me advirtieron que no me acercara a la habitación por las siguientes dos horas. Por supuesto que mi curiosidad pudo más y no sólo me acerqué a espiar sino que me quité por un mínimo instante el protector que cubría una de mis orejas, algo de lo que me arrepiento muy poco pese a que haya perdido gran parte de la audición de ese oído. Agradezco, por lo menos, haber podido reaccionar a tiempo para cubrirme nuevamente, pues el volumen al que escuché lo que salía de la habitación me dejó aturdida un buen rato.

En los minutos que los observé pude ver que trabajaban con unas azadas gigantes con las cuales presionaban las paredes. De la gomaespuma salían todos los sonidos que había acumulado desde que fue colocada. Y la fuerza con que eran expulsados era directamente proporcional a la fuerza que ejercían los trabajadores. Es por eso que trabajaban espalda contra espalda y empujaban al mismo tiempo, con una sincronización de relojería, la pared que tenían en frente suyo. Y que presionaban con extremo cuidado, porque con un poco de fuerza de más que hiciera uno, el otro corría el riesgo de terminar incrustado en la pared. Se hablaban por medio de micrófonos que mantenían dentro de los trajes ya que el barullo continuo y los protectores auditivos no les permitían comunicarse del modo habitual. Tuve que retirarme al rato. Las ondas estaban golpeando mis entrañas y temí que pudieran lastimarme seriamente.

Me quedé un poco intrigada con qué sucedía con todo aquello que conseguían expulsar de nuestros paneles, porque entendía que si nada absorbía las ondas antes, éstas volvían a quedar en las paredes. Comprendí, al verlos salir, que ese antes era la ropa que llevaban puesta. Parecían dos astronautas con el traje inflado a presión. Apenas podían moverse. Y me mostraron que por haber dejado pasar tanto tiempo sin deshollinar nuestra sala de cine, ya habían llenado otro par de equipos. Les pregunté qué hacían con ellos luego, si era que los tiraban o si liberaban los sonidos en algún otro lugar. Me contaron que los trajes son ventilados en las terrazas más altas de la ciudad durante las tormentas eléctricas. Que la cantidad y diversidad de voces, ruidos y músicas que acumulan es tal que, en conjunto, forman unos sonidos tan tétricos que asustaban hasta la muerte a quien los oiga desprevenido. Así, los truenos diluyen el sonido y la lluvia lo moja y aplasta en el trayecto hasta el piso.

Desde entonces, cada vez que el tiempo se descompone y comienzan los relámpagos, preparo café y me acomodo en el balcón con la intención de reconocer entre los truenos los sonidos de las músicas, películas y charlas que fueron recolectando estos simpáticos deshollinadores.

3 comentarios:

  1. Atrapante, cautivador y muy bien logrado. Es sencillamente, maravilloso.
    Te felicito, espero que quienes lo lean lo disfruten como lo hice yo.

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  2. Muchas gracias, Luk. Qué alegría que te haya gustado tanto. Es muy reconfortante que alguien disfrute de algo que uno realizó con tanto placer.

    Saludos.

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  3. Realmente, se notó que te deleitaste al narrarlo. Eso fue, sin duda, lo que le dio el toque mágico al relato.

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